domingo, marzo 01, 2009



Dolorosa



Entró a la iglesia casi por accidente. Simplemente necesitaba descansar la pierna un rato.

Era una de esas tardes frías, extrañamente serenas, que suelen envolver a los humanos justo al inicio del invierno.

Un rumor de voces resonantes parecía brotar de la estructura cansada. Era la hora del rosario. Las fiestas de La Dolorosa.

El interior de Nuestra Señora se hallaba iluminado tenuemente y la luz de las veladoras producía sombras extrañas que danzaban sin compás alguno alrededor de los santos de yeso. Las figuras, de tamaño natural, representaban a hombres atormentados por la agonía de su amor a Dios. Estatuas lúgubres, sangrientas, placeres torcidos de algún artista fanático.

Los fieles se turnaban el responsorio haciendo vibrar sus cuerdas vocales a destiempo.

Pedro, sentado en una banca del extremo derecho, junto al confesionario, observaba la escena y se detenía a escuchar el efecto resonante que generaban los enormes techos del edificio.

Era un hombre de gustos severos, terrenales, y creía en pocas cosas. La religión, pensó, no era una de ellas. La suerte, la casualidad, los misterios del esoterismo y la magia le producían una molestia profunda.

No entendía cómo la gente podía ser tan ignorante. Creer en lo que no se ve y no se toca le parecía una absurda pérdida de tiempo. Pedro creía en el trabajo, en él mismo y en la muerte.

¿El amor? el amor no era una opción en ese momento.

No era que no creyera en él, seguramente existía, incluso le pareció sentirlo en cierta ocasión, pero sus ocupaciones, la muerte de su padre, la carrera de su hermano y la reciente enfermedad de su abuela le parecían más importantes.

A los 27 años, había decidido permitirse el lujo de estudiar una segunda carrera.

Por pasión, decía a quien —a veces— lo escuchaba. Por pasión, se repetía mientras balanceaba chequeras, cuentas, un despacho y varios negocios. Por pasión, repitió mientras entraba a la vieja Iglesia de Nuestra Señora casi contra su voluntad, pero atraído por lo antiguo y solemne del edificio. Se sentó en la banca sólo porque tenía en la pierna un golpe viejo, un golpe para el que, como para el amor, no tenía tiempo.

Sentado ahí, se preguntó qué tal sonaría una canción de Charly García dentro del recinto y sonrió un poco pensando en la cara que pondrían los fieles si escucharan una de sus letras. La música le atraía, lo encantaba, la música era la única mujer a quien le permitía compartir su vida.

Sus ojos recorrieron despacio cada rincón del viejo edificio. Tenía algo de quietud, pensó, algo que lo alejaba de ese mecanismo gigantesco de engranajes complicados en el que la vida solía convertirse.

Entonces la vio a ella.

Se hallaba de espaldas, parada frente a un crucifijo con actitud retadora. Llevaba un vestido negro y el cabello, revuelto, cubierto por un manto del mismo color que el vestido. Parecía pequeña, pero no lo era, y sus manos temblaban al encender una vela.

No era una mujer atractiva, su figura era demasiado curva para los gustos de este hombre que, sin embargo, no podía quitarle la vista de encima. Los pliegues del vestido se perdían justo debajo de la cintura y se multiplicaban cerca de los tobillos.

Pedro tuvo la certeza de haberla visto antes y experimentó algo muy parecido a la sorpresa.

Una parvada grande de pájaros negros se acomodó en su vientre.

Del cuello de la mujer —¿joven, vieja? No era fácil saberlo— pendían collares extraños que se distinguían apenas con el reflejo de las flamas, sus brazos, semi-cubiertos por pulseras plateadas, terminaban en un par de manos que revoloteaban en un ademán de pájaro atrapado por los anillos que llevaba en los dedos.

Tenía las uñas pintadas de negro.

Pedro, que la observaba de lejos, se olvidó de todo esto cuando, por fin, sus miradas chocaron. Ella lo miró sin mirarlo y se dirigió de nuevo al crucifijo para continuar el reto. Tenía unos ojos enormes, ambarinos, pero no más bellos que otros ojos cualquiera.

El efecto de esa mirada provocó en Pedro un golpe físico. Su ritmo cardiaco se aceleró y sintió que un cuchillo caliente le atravesaba el pecho. Pensó en gritar, en írsele encima y sacudirla por los hombros. Había algo en ella que lo inquietaba y esa inquietud le producía a su vez una especie de rabia.

Justo en ese momento la mujer salió casi corriendo de la iglesia, despavorida.

Pedro no lo pensó dos veces. Se levantó para seguirla.

Sintió el viejo dolor de la pierna subirle hasta la ingle mientras cruzaba el atrio del edificio. Una vez fuera volteó a todas partes, buscándola, y alcanzó a distinguir su figura justo cuando doblaba la esquina.

Pedro dejó su auto estacionado y se lanzó tras ella.

Atravesaron calles oscuras, doblaron otras esquinas y siguieron así por algún tiempo. A veces, cuando la luz de alguna lámpara eléctrica le iluminaba la cara, Pedro podía ver la expresión de angustia que parecía embargarla.

Ella iba muda, transfigurada, como arrastrada por un hilo invisible que parecía llevarla cada vez más lejos. Contra su pecho estrechaba un objeto oscuro que Pedro no alcanzaba a distinguir bien.

Por fin llegaron a un departamento.

Pedro, jadeante, se dio cuenta que estaba perdido y se sintió un poco tonto. No era su costumbre perseguir mujeres desconocidas y realmente no tenía tiempo de extravagancias. Pensó en darse la media vuelta y pedir un taxi para regresar por su auto y manejar a casa, pero en ese preciso momento ella volteó a verlo y lo miró a los ojos.

Sonriendo, lo invitó a a pasar, diciendo que lo esperaba desde hace tiempo.

Aunque Pedro creyó que aquello era un error y que la falta de luz había provocado que ella lo confundiera con algún amigo, la curiosidad y la confusión le hicieron dar un paso hacia delante. Y, como todos sabemos, después del primer paso siguen muchos más.

Adentro, el vino, la música, las velas, la poesía, el incienso, los gatos, los libros, los colores y la voz de ella se confundieron en una sola sensación vibrante, semejante al murmurar de muchas voces en el responsorio de alguna iglesia.

Era como si siempre hubiera estado ahí.

Pedro no podía dormir con alguien desde hacía tiempo, desde que otra ella partió dejándolo solo, perdido y enojado. Pero esa noche durmió como niño en sus brazos, sin necesidad de algo más que sentir su corazón latiendo contra su pecho y su respiración que se ajustaba a la suya. Así, arropado por su cuerpo, Pedro sintió volver al vientre primigenio.

Cuando despertó, la mujer ya no estaba ahí.

Pensó en marcharse, recordó que no era su tiempo y que no estaba buscando a la mujer de su vida, pero deseaba escuchar su nombre. Deseaba escuchar de nuevo cómo esa risa brotaba sin ningún esfuerzo de sus labios. Quería abrazarla, hacerla parte de él, borrarle esa expresión extraña de los ojos.

La esperó varios días.

Desesperó.

Repensó su vida y decidió que su vida era ella.

Siguió pagando la renta del minúsculo departamento, canceló sus negocios y cuentas y se dedicó a vivir entre los muebles, los libros y los gatos de aquella mujer. Buscó algún indicio, un nombre, una fotografía, pero únicamente encontró marcos vacíos y álbumes de fotografías llenos de estampas de santos, como los que venden fuera de las iglesias.

Pedro antes incrédulo, fue a que leyeran su suerte con la baraja, el café turco y hasta con una tropa de gitanos que llegó a aquella ciudad jurando encontrar desaparecidos. La necesidad de encontrarla llevó a Pedro a aprender a descifrar presagios y a consultar las fases de la luna. Asistió regularmente a misa esperando encontrarla de nuevo.

Todo fue inútil.

Desesperado, al darse cuenta que se cumplía ya el primer año de haber conocido a la mujer de ojos ambarinos, decidió largarse y vender las cosas de ella a un anticuario.

Entró a una tienda de viejo, contraesquina de la iglesia donde la vio aquél día prendiendo una veladora. Buscó al dueño para hacer algún trato con él, pero una vez ahí, no pudo quitar los ojos de una pintura que representaba a una mujer vestida de negro con actitud retadora, parada frente al crucifijo de la iglesia de Nuestra Señora.



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