lunes, agosto 17, 2009
Calamares a la Mexicana
Aprendí a cocinar por imitación. En una casa con cuatro niñas es natural que la mayor parte del tiempo transcurra en la cocina. Mi madre y mis hermanas son excelentes cocineras, aunque diría que Laura, la tercera, excede cualquier expectativa. Antes de que yo llegara a la pubertad, mi madre, mis hermanas y yo pasamos en la cocina los pocos buenos momentos que recuerdo de mi vida en casa de mis padres. Viviendo en un puerto, los mariscos eran fresquísimos y mi madre enviaba con frecuencia al chofer (mi madre nunca salía de casa, ahora rara vez sale de su habitación) al mercado de mariscos. A mi padre le encantaban los calamares a la Mexicana. Un platillo delicioso, pero muy elaborado. Siempre que mi madre decidía cocinarlo, yo me hacía voluntaria para limpiar los calamares. Había algo en la separación de los tentáculos y la cabeza, y en el proceso de vaciado que me fascinaba. En ese tiempo tenía que usar una silla para alcanzar el fregadero de la cocina y limpiar los calamares, y terminaba mi labor con un fuerte dolor de espalda, pero extrañamente satisfecha.
Con los años pasé por mi pubertad y todo empeoró. Mi madre cayó más profundo que nunca en su alcoholismo y mi padre estuvo comisionado en un puesto de gobierno en La Capital por seis años. Me quedé a merced de mi madre y sus histerias alcohólicas. Al regreso de mi padre nuestra relación, que pasaba súbitamente de una palmada en el hombro a una cachetada que me tiraba al piso y que remataba con varias patadas, se deterioró al extremo que me fui de casa.
Pero me quedó la costumbre de preparar calamares a la Mexicana, y con varias lecturas encima, por fin entendí por qué.
Para mí el calamar siempre ha sido un ser que encierra características masculinas y femeninas. Mi método de trabajo al limpiar los calamares siempre es el mismo: empiezo por arrancar con saña las cabezas de los tentáculos, separando la parte hembra y la parte macho en dos recipientes. Una vez terminada la separación, me voy contra las vaginas. No puedo evitar ver esa boca con dos dientes que hay en medio de los tentáculos como la representación de una vagina, y sobre todo, como el mito de la vagina dentada. Uno a uno voy sacando los dientes de las vaginas y desgarrando los tentáculos en dos partes, cuatro tentáculos por mitad.
En ese momento siento que he derrotado a miles de mujeres, que me he vengado de cada mujer que me ha quitado algo en la vida, y sobre todo, pienso en la vagina de mi madre que nunca me debió dejar salir.
Luego me voy contra las cabezas, que para entonces ya no son cabezas, sino penes. Hay dos formas de limpiar estos pequeños penes marinos, mi favorita es empujar con el dedo índice la punta de la cabeza mientras subes la piel sobre tu dedo, dejando el pene al revés y exponiendo el contenido: Una espina dorsal transparente y frágil y una sustancia blanca y gelatinosa a la que está adherida una pequeña bolsa de tinta: el método de defensa del animal. Vaciar las cabezas y arrancar la bolsa de tinta me gusta por más laborioso que sea, porque es como castrar a las decenas de penes que han estado dentro de mí y se han llevado algo. Es como vengarme de mi marido y de mi padre, los dos hombres que más odio.
Una vez terminada mi labor, sólo resta cortar todo en trozos tamaño comestible, guisar los calamares con ajo y cebolla, tomar un poco de caldo hirviendo y desbaratar las bolsas de tinta ahí, agregar una salsa preparada con los típicos ingredientes mexicanos, y por último añadir alcaparras, aceitunas negras y chiles jalapeños.
Cada vez que sirvo mi platillo acompañado con arroz blanco a un invitado o a una invitada, sonrío al ver cómo lo gozan.
Y sé que la próxima vez que prepare calamares, estaré pensando en ellos.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario