sábado, diciembre 13, 2008



Estribos



No. Definitivamente no me gusta perder los estribos.

Es incómodo buscarlos, después, tras el buró o debajo de la cama. Muchas mañanas he llegado tarde al trabajo tratando de encontrarlos, pues una vez que los pierdo aún dentro de mi propia casa, pasan horas antes de que logre recuperarlos. A veces pareciera que tuviesen vida propia y se empeñaran en hacerme las cosas más complicadas.

Si los llegase a perder fuera de casa, temo que no podría recuperarlos y no encontraría otros de mi medida. Me dan escalofríos al pensarlo. Sería terrible andar por el mundo con estribos que no me calcen, pues si me quedaran apretados, moriría de vergüenza al ir por la calle con el genio de fuera, y por el contrario, si me quedaran demasiado grandes, lo único que conseguiría es perderlos de nuevo fácilmente.

Por eso procuro dormir con ellos, por más incómodo que parezca.

De otra manera correría el riesgo de confundirlos con los de quien, a veces,  duerme a mi lado.

Lo he tratado todo. 

Le he doblado una esquinita, los he marcado con mis iniciales, los he guardado en bolsas de plástico e incluso los amarré una noche al pie de mi cama, pero es por demás: como si fuera cosa del diablo, si me los quito para dormir, no aparecen en el lugar que les asigné una noche antes y entonces ya imaginarán de qué humor amanezco.

Siempre me he preguntado si los holandeses usarán estribos de madera.

Y en Japón, ¿se quitará los comensales los estribos antes de entrar a cualquier restaurante? ¿Tendrán alguna manera de contralar el carácter de la gente sin estribos en los restaurantes japoneses?

Por más que yo trato de echarles un ojito de vez en cuando, si me quita los estribos en público, siempre temo que me los roben. Mis hijos pierden sus estribos a cada rato. Es cosa de llevarlos a uno de esos parques donde deben dejarlos a la entrada y adiós estribos, llegan a la casa hechos un berrinche. He tratado de marcar sus pequeños estribos de alguna manera, hacerles una marca con un cuchillo, etiquetarlos con un pedacito de papel en blanco o escribir su nombre con un marcador imborrable, pero a esa edad los niños son poco cuidadosos y por si fuera poco necesitan estribos nuevos cada año.

Una vez tuve unos estribos preciosos, de plata, pero una amiga de una amiga entró a la casa y no le llamó nada más la atención que mi flamante par de estribos. Ya se imaginarán entonces el sainete que hice al quedarme con el genio al aire.

Ahora que voy de prisa todo el día procuro no quitármelos, porque con las carreras podría correr el riesgo de ponerme un estribo de uno y otro de otro, con lo que me vería muy extraña gritando y sonriendo al mismo tiempo en medio de una singular rabieta mientras que varios hombres vestidos de blanco acuden a encerrararme en algún hospital psiquiátrico con todo y los estribos que no cazan. 

Por eso prefiero dormir con ellos puestos. Aunque me causen una comezón horrorosa y amanezca adolorida y con la boca seca.

He procurado acostumbrarme a las nuevas versiones, pero la tecnología avanza muy rápido y yo no me acomodo a esos estribos modernos que vienen con tantas opciones. Detesto especialmente los que traen hasta antivirus integrado. 

¡Batallé tanto cuando salió la primera edición en Windows! 

Todavía añoro aquellos que venían en un programa llamado Wordstar. Pero eso fue incluso antes del Internet. Cuando las cosas eran más sencillas y no todo era electrónico. 

En realidad, aún prefiero las versiones menos complicadas, antiguas, si se quiere.

Sobre todo manuales.

Las que se calzan fácilemnte o las que se llevan bajo el vestido y abotonan o se amarran con cintas y sobre todo, las que siguen hechas de hueso de ballena.

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