Sinfonía en M
Querido Edward:
Lo siento.
Sé que prometí no tirar más pianos por la ventana y no destruir una sola más de tus pertenencias en otro de mis arrebatos, pero anoche, al ver que de nuevo habías cambiado la cerradura de tu habitación, no pude contenerme y casi acabé con tu colección de instrumentos musicales.
Empecé por los Stradivarius que han estado en tu familia por generaciones. Con el primero me entretuve un rato tallando el arco contra sus cuerdas como si quisiera prenderle fuego hasta que vi cómo poco a poco cada una de las ancestrales fibras del arco cedían ante la presión de mis brazos; después estrellé el delicado cuerpo del violín contra la pared del cuarto de música. No necesité más de dos buenos golpes para romper su hermosa figura. Cuando me aseguré de que estaba completamente roto, lo lancé al piso y brinqué sobre él con mis botines de baile hasta verlo reducido a pequeños trozos de madera que de inmediato aventé a la chimenea.
El segundo Stradivarius fue lanzado al fuego todavía entero, intacto, palpitante. Nunca he escuchado música más bella que la que salió de sus cuerdas a la hora de que su cuerpo, encendido, comenzaba a consumirse.
Acto seguido mis ojos se clavaron en el Cristofori que adquiriste por una fortuna en Sotheby's. Al verlo recordé la tarde que me llevaste emocionado al cuarto de música. Estaba sola (como casi todas las tardes) en mi cuarto de lectura, cuando entraste intempestivamente y exclamaste con la emoción de un niño: “¡te tengo una sorpresa!” Me llevaste todo el trayecto hacia el cuarto de música con los ojos tapados y yo me sentí más ilusionada por tenerte cerca y aspirar tu aroma que por la sorpresa.
Cuando llegamos al cuarto de música y retiraste tus hermosas manos de mis ojos, lo único que vi fue un piano antiguo, sin pedales, nada impactante y más bien pequeño. “¿Una piano viejo? Pero no tiene pedales y solamente alcanza 54 notas” te dije, asomándome a su interior para revisarlo. Me contestaste con los ojos iluminados por la emoción “Viejo. Sí. Fue construido en 1720, nada menos que por Bartolomé Cristofori, el protegido del príncipe Ferdinando de Médici. Pequeña (siempre me llamaste Pequeña) , date cuenta: Cristofori es considerado como el inventor del piano moderno. Solamente quedan tres de sus pianos en el mundo, y ahora uno de ellos es parte de nuestra colección privada”, dijiste mientras me levantabas en vilo y girabas de gusto conmigo entre tus brazos.
Ese día me besaste como al principio, cuando la pieza más importante de tu colección, la más preciada, era yo. Después le ordenaste al personal de cámara que nos prepararan el lecho y una mesa con fruta, postres y vino en el cuarto de música.
Hicimos el amor toda la noche frente al Cristofori.
Con el recuerdo de tus besos aún vibrando en mi boca, llamé a algunos lacayos que se encargaron de levantar el piano. “¿Dónde lo quiere, Su Majestad?", "En el fondo del jardín”, contesté distraídamente mientras mis ojos se posaban ya sobre mi siguiente víctima.
Cuando vi que los lacayos hacían esfuerzos por sacar el piano de la habitación, les demandé a gritos que lo tiraran por el balcón. Pude ver sus caras de horror y de sorpresa, pero ninguno de ellos se atrevió a contradecir mis órdenes. Los cuatro fuimos testigos de cómo el piano pareció primero aguantar la caída y luego derrumbarse, abriéndose en gajos como una mandarina que deja caer las teclas entre sus intestinos.
Hasta entonces me permití un pequeño suspiro de satisfacción antes de seguir con mi tarea.
El clavicordio que Gottfried Silbermann, gran amigo de Bach, fabricó para el Emperador Francisco El Grande trataba de pasar desapercibido en una esquina. Casi estoy segura de haber escuchado sus cuerdas temblar cuando me acerqué lentamente hacia él y, mientras acariciaba su superficie de madera pulida, daba la orden a los lacayos (que para entonces me miraban aterrados) de que dispusieran del clavicordio de la misma manera que lo habían hecho con el Cristofori.
Esta vez no me quedé a ver cómo el clavicordio caía al suelo. Cuando escuché el estruendo de madera rota y cuerdas ya estaba lista, mirando de frente a mi siguiente víctima:
El diamante de tu colección, el piano que la firma John Broadwood and Sons regaló a Beethhoven en 1781, el piano que sirvió como prototipo para los pianos de cola modernos, descansaba majestuosamente en una esquina bien iluminada del gran cuarto con ventanales de vidrio. Ciertamente era una belleza y el piano lo sabía, por eso no estaba preocupado al ver la destrucción a su alrededor. Desde su esquina parecía observar con cierto desdén a todos los demás instrumentos. Esta pieza de colección valía por sí mismo una fortuna, pero lo que te atraía de este piano en particular, lo que no pudiste resistir cuando te lo ofrecieron a un precio estratosférico aún para nosotros, fue saber que Beethoven compuso en él muchas de sus obras.
Al recordar la ternura con la que tocabas sus teclas de marfil durante las dulces mañanas de nuestro primer año de matrimonio mientras yo te escuchaba embelesada, sin poder arrancar mis ojos y mi corazón de tu belleza masculina y despreocupada, fui presa de una rabia casi animal. Ahora tocabas esas teclas con más amor de lo que me tocabas a mí.
Maldito tú y tu colección de instrumentos musicales. Maldito tú y tus colecciones. Maldito tú y tu colección de mujeres, todas las que furtivamente entraban y salían de tu habitación ahogando las risas de madrugada mientras yo me mordía los labios de celos en mi habitación virginal.
Yo misma comencé a jalar el Broadwood hacia la ventana. Podría jurar que el más sorprendido era el propio piano, aunque los lacayos al ver la escena corrieron a mi ayuda con los rostros desencajados y llamaron a dos refuerzos para lograr arrojar el gran piano de Beethoven por el balcón.
El majestuoso Broadwood fue a caer justo encima del Cristofori y el Silbermann, produciendo unos sonidos destartalados que mitigaron un poco el dolor y la ira que parecía quemarme por dentro.
Ordené a los lacayos que se retiraran y seguí observando la habitación llena de objetos, pinturas e instrumentos de gran valor; tu habitación favorita, a donde te retirabas cuando querías poner tus pensamientos en orden o simplemente gozar de un poco de tranquilidad y solitud.
Continué mi cacería, buscando el siguiente objeto para continuar con mi destrucción, pero en ese momento me arrasó un agudo oleaje de dolor al saberte completamente perdido. Fue un dolor tan profundo, tan... real, que me paralizó. No pude moverme o levantar la vista, ni siquiera mis brazos me obedecían. Me sentí incapaz de actuar, de volver a la normalidad, de seguir respirando.
Escoger otro objeto y encontrar la fuerza necesaria para destuirlo me fue imposible.
Bastó un sólo momento de lucidez (o de locura) para entender que de todas tus colecciones, la que valuabas aún más que la de instumentos musicales, era tu colección de mujeres. Lo sabía porque a pesar de ser mi Rey y habierme jurado lealtad ante la Ley Divina y Humana, nunca tuviste el decoro ni la delicadeza de esconder a tus favoritas, como lo hicieron por tradición tus ancestros.
Ver el desfile constante de mujerzuelas entrar y salir de tu habitación y comer en el sitio de honor en la corte fue una fuente constante de dolor y humillación para mí, pero mi papel público no me permitía expresarlo.
Me supongo que entonces tomé la decisión: podrías tener a todas las cortesanas que quisieras, todas las damas, marquesas y duquesas, princesas incluso, pero La Reina no estaba dispuesta a formar parte de tu colección.
Sin pensarlo más, me lancé por el balcón y caí sobre los pianos, donde expiré entre notas desafinadas y teclas de marfil que poco a poco se tiñeron con el bermellón de mi sangre.
Lo siento.
Sé que prometí no tirar más pianos por la ventana y no destruir una sola más de tus pertenencias en otro de mis arrebatos, pero anoche, al ver que de nuevo habías cambiado la cerradura de tu habitación, no pude contenerme y casi acabé con tu colección de instrumentos musicales.
Empecé por los Stradivarius que han estado en tu familia por generaciones. Con el primero me entretuve un rato tallando el arco contra sus cuerdas como si quisiera prenderle fuego hasta que vi cómo poco a poco cada una de las ancestrales fibras del arco cedían ante la presión de mis brazos; después estrellé el delicado cuerpo del violín contra la pared del cuarto de música. No necesité más de dos buenos golpes para romper su hermosa figura. Cuando me aseguré de que estaba completamente roto, lo lancé al piso y brinqué sobre él con mis botines de baile hasta verlo reducido a pequeños trozos de madera que de inmediato aventé a la chimenea.
El segundo Stradivarius fue lanzado al fuego todavía entero, intacto, palpitante. Nunca he escuchado música más bella que la que salió de sus cuerdas a la hora de que su cuerpo, encendido, comenzaba a consumirse.
Acto seguido mis ojos se clavaron en el Cristofori que adquiriste por una fortuna en Sotheby's. Al verlo recordé la tarde que me llevaste emocionado al cuarto de música. Estaba sola (como casi todas las tardes) en mi cuarto de lectura, cuando entraste intempestivamente y exclamaste con la emoción de un niño: “¡te tengo una sorpresa!” Me llevaste todo el trayecto hacia el cuarto de música con los ojos tapados y yo me sentí más ilusionada por tenerte cerca y aspirar tu aroma que por la sorpresa.
Cuando llegamos al cuarto de música y retiraste tus hermosas manos de mis ojos, lo único que vi fue un piano antiguo, sin pedales, nada impactante y más bien pequeño. “¿Una piano viejo? Pero no tiene pedales y solamente alcanza 54 notas” te dije, asomándome a su interior para revisarlo. Me contestaste con los ojos iluminados por la emoción “Viejo. Sí. Fue construido en 1720, nada menos que por Bartolomé Cristofori, el protegido del príncipe Ferdinando de Médici. Pequeña (siempre me llamaste Pequeña) , date cuenta: Cristofori es considerado como el inventor del piano moderno. Solamente quedan tres de sus pianos en el mundo, y ahora uno de ellos es parte de nuestra colección privada”, dijiste mientras me levantabas en vilo y girabas de gusto conmigo entre tus brazos.
Ese día me besaste como al principio, cuando la pieza más importante de tu colección, la más preciada, era yo. Después le ordenaste al personal de cámara que nos prepararan el lecho y una mesa con fruta, postres y vino en el cuarto de música.
Hicimos el amor toda la noche frente al Cristofori.
Con el recuerdo de tus besos aún vibrando en mi boca, llamé a algunos lacayos que se encargaron de levantar el piano. “¿Dónde lo quiere, Su Majestad?", "En el fondo del jardín”, contesté distraídamente mientras mis ojos se posaban ya sobre mi siguiente víctima.
Cuando vi que los lacayos hacían esfuerzos por sacar el piano de la habitación, les demandé a gritos que lo tiraran por el balcón. Pude ver sus caras de horror y de sorpresa, pero ninguno de ellos se atrevió a contradecir mis órdenes. Los cuatro fuimos testigos de cómo el piano pareció primero aguantar la caída y luego derrumbarse, abriéndose en gajos como una mandarina que deja caer las teclas entre sus intestinos.
Hasta entonces me permití un pequeño suspiro de satisfacción antes de seguir con mi tarea.
El clavicordio que Gottfried Silbermann, gran amigo de Bach, fabricó para el Emperador Francisco El Grande trataba de pasar desapercibido en una esquina. Casi estoy segura de haber escuchado sus cuerdas temblar cuando me acerqué lentamente hacia él y, mientras acariciaba su superficie de madera pulida, daba la orden a los lacayos (que para entonces me miraban aterrados) de que dispusieran del clavicordio de la misma manera que lo habían hecho con el Cristofori.
Esta vez no me quedé a ver cómo el clavicordio caía al suelo. Cuando escuché el estruendo de madera rota y cuerdas ya estaba lista, mirando de frente a mi siguiente víctima:
El diamante de tu colección, el piano que la firma John Broadwood and Sons regaló a Beethhoven en 1781, el piano que sirvió como prototipo para los pianos de cola modernos, descansaba majestuosamente en una esquina bien iluminada del gran cuarto con ventanales de vidrio. Ciertamente era una belleza y el piano lo sabía, por eso no estaba preocupado al ver la destrucción a su alrededor. Desde su esquina parecía observar con cierto desdén a todos los demás instrumentos. Esta pieza de colección valía por sí mismo una fortuna, pero lo que te atraía de este piano en particular, lo que no pudiste resistir cuando te lo ofrecieron a un precio estratosférico aún para nosotros, fue saber que Beethoven compuso en él muchas de sus obras.
Al recordar la ternura con la que tocabas sus teclas de marfil durante las dulces mañanas de nuestro primer año de matrimonio mientras yo te escuchaba embelesada, sin poder arrancar mis ojos y mi corazón de tu belleza masculina y despreocupada, fui presa de una rabia casi animal. Ahora tocabas esas teclas con más amor de lo que me tocabas a mí.
Maldito tú y tu colección de instrumentos musicales. Maldito tú y tus colecciones. Maldito tú y tu colección de mujeres, todas las que furtivamente entraban y salían de tu habitación ahogando las risas de madrugada mientras yo me mordía los labios de celos en mi habitación virginal.
Yo misma comencé a jalar el Broadwood hacia la ventana. Podría jurar que el más sorprendido era el propio piano, aunque los lacayos al ver la escena corrieron a mi ayuda con los rostros desencajados y llamaron a dos refuerzos para lograr arrojar el gran piano de Beethoven por el balcón.
El majestuoso Broadwood fue a caer justo encima del Cristofori y el Silbermann, produciendo unos sonidos destartalados que mitigaron un poco el dolor y la ira que parecía quemarme por dentro.
Ordené a los lacayos que se retiraran y seguí observando la habitación llena de objetos, pinturas e instrumentos de gran valor; tu habitación favorita, a donde te retirabas cuando querías poner tus pensamientos en orden o simplemente gozar de un poco de tranquilidad y solitud.
Continué mi cacería, buscando el siguiente objeto para continuar con mi destrucción, pero en ese momento me arrasó un agudo oleaje de dolor al saberte completamente perdido. Fue un dolor tan profundo, tan... real, que me paralizó. No pude moverme o levantar la vista, ni siquiera mis brazos me obedecían. Me sentí incapaz de actuar, de volver a la normalidad, de seguir respirando.
Escoger otro objeto y encontrar la fuerza necesaria para destuirlo me fue imposible.
Bastó un sólo momento de lucidez (o de locura) para entender que de todas tus colecciones, la que valuabas aún más que la de instumentos musicales, era tu colección de mujeres. Lo sabía porque a pesar de ser mi Rey y habierme jurado lealtad ante la Ley Divina y Humana, nunca tuviste el decoro ni la delicadeza de esconder a tus favoritas, como lo hicieron por tradición tus ancestros.
Ver el desfile constante de mujerzuelas entrar y salir de tu habitación y comer en el sitio de honor en la corte fue una fuente constante de dolor y humillación para mí, pero mi papel público no me permitía expresarlo.
Me supongo que entonces tomé la decisión: podrías tener a todas las cortesanas que quisieras, todas las damas, marquesas y duquesas, princesas incluso, pero La Reina no estaba dispuesta a formar parte de tu colección.
Sin pensarlo más, me lancé por el balcón y caí sobre los pianos, donde expiré entre notas desafinadas y teclas de marfil que poco a poco se tiñeron con el bermellón de mi sangre.
¡Qué hermosa neurosis tan elegante y aristocrática! Tanta belleza y orden para hablar de desórdenes. Maravilloso.
ResponderBorrarSigue mejorando de salud. Abrazos.